Cuando la ley no alcanza: una reflexión personal sobre cultura, ciencia y pensamiento crítico en Chile

Chile vive hoy un momento crucial: hablamos cada día de educación, de ciencia, de cultura, de pensamiento crítico. Pero cuando uno intenta convertir esas palabras en un proyecto concreto —sostenible, institucional, de largo plazo— descubre rápidamente un vacío que no es visible desde fuera.

Quiero contar una experiencia muy personal: la de intentar inscribir a mi fundación, Oriente Antiguo, en la Ley de Donaciones Culturales. Un paso natural para cualquier iniciativa que busca aportar al país mediante la divulgación del conocimiento, la formación intelectual y la comunicación pública de la ciencia y las humanidades.

Con ingenua esperanza, pensé que cumpliríamos todos los criterios. Después de todo, ¿qué más cultural que enseñar historia, arqueología, civilizaciones antiguas, pensamiento crítico, análisis de narrativas, patrimonio humano? ¿Qué más necesario que ofrecer herramientas para leer el mundo con claridad en una era saturada de información falsa?

Sin embargo, la respuesta fue clara: inadmisible. (ver estatutos de la fundación al final de este artículo)

¿Por qué?
Porque en Chile, la definición legal de “cultura” es extremadamente estrecha, anclada en una visión de los años noventa, cuando la cultura se entendía casi exclusivamente como arte tradicional, patrimonio material y actividades artísticas formales.

La ley no menciona:

  • pensamiento crítico,
  • divulgación científica,
  • humanidades digitales,
  • laboratorios intelectuales,
  • alfabetización informacional,
  • comunicación pública del conocimiento,
  • combate a la pseudociencia,
  • diálogo intercultural,
  • reflexión histórica aplicada al presente.

Todo eso —que constituye el corazón de Oriente Antiguo— simplemente no existe para la ley.

Y aquí es donde Chile muestra una contradicción dolorosa:
Aspíramos a ser un país de conocimiento, pero no creamos las condiciones para que ese conocimiento circule.


El largo camino hacia entender el sistema

Cuando comencé este proyecto, no imaginaba que habría que encajar una iniciativa multidisciplinaria, moderna y necesaria dentro de una categoría jurídica diseñada para otro tipo de organizaciones.

Aprendí, leyendo y consultando, que:

  • para la ley, “cultura” no es cultura en sentido amplio;
  • la ciencia no es considerada cultura;
  • la divulgación crítica no está contemplada;
  • el análisis de creencias, dogmas y desinformación no tiene cabida;
  • el pensamiento no se reconoce como contribución cultural.

La ley 18.985 no contempla laboratorios intelectuales.
No contempla plataformas de pensamiento.
No contempla espacios de reflexión interdisciplinaria.
No contempla proyectos que ayuden a las personas a pensar mejor.

Pero esa falta no es neutra:
genera un ecosistema donde la música, las artes y el patrimonio sí pueden recibir aportes tributariamente beneficiosos (y está bien que así sea), pero donde la divulgación científica y humanística queda relegada a la buena voluntad individual.

En un país que enfrenta una crisis epistémica —una incapacidad creciente para distinguir entre información, opinión y ficción—, este vacío legal no es solo un problema administrativo: es un problema social de primer orden.


Lo que revela esta experiencia

Mi caso no es único. Cualquier comunicador científico, divulgador de humanidades, filósofo público, colectivo de pensamiento crítico o proyecto interdisciplinario se encontrará con el mismo muro:
la ley chilena no sabe dónde ubicarnos.

Y sin reconocimiento legal, no hay acceso a los mecanismos de financiamiento que permiten sostener iniciativas de impacto público real.

Así, el país pierde:

  • espacios donde pensar,
  • lugares donde aprender,
  • proyectos que combaten la desinformación,
  • plataformas que acercan la evidencia al público,
  • iniciativas que construyen puentes culturales,
  • laboratorios intelectuales que podrían elevar la conversación pública.

¿Qué aprendí?

Aprendí que para aportar al país no basta con tener una buena idea, un proyecto sólido o un propósito honesto.
Hay que “traducir” la misión a un lenguaje jurídico que pertenezca al mundo de las leyes, no al de las ideas.

Por eso hoy estoy modificando los estatutos de la Fundación para cumplir formalmente con la definición legal de cultura.
No para cambiar lo que hacemos, sino para que el sistema deje de vernos como “inexistentes”.

Los estatutos por lo tanto, no tienen que ser un reflejo honesto de los objetivos de la fundación. La única línea relevante para la ley es “hacemos cosas culturales”. Punto.


Una invitación a mirar este problema de frente

Esta experiencia revela una necesidad urgente:
Chile necesita una política pública que reconozca la divulgación científica y humanística como un bien cultural, educativo y social.

Porque si no reconocemos:

  • el pensamiento,
  • la reflexión,
  • la alfabetización crítica,
  • la divulgación seria,
  • la lucha contra la pseudociencia,
  • la comunicación basada en evidencia,

entonces ¿qué tipo de país queremos construir?

Oriente Antiguo nació para contribuir a un Chile más informado, más crítico, más consciente del pasado y más capaz de pensar su futuro.
No dejaremos de hacerlo.
Solo necesitamos que el marco institucional esté a la altura del desafío.

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